En una época donde todo se espera de manera inmediata, sin necesidad de mucho esfuerzo, y en donde un sinnúmero de bienes o servicios se encuentran a tan sólo un clic de distancia es muy difícil solicitar a una persona que haga las cosas “a la antigüita”. No obstante, en el caso de un plan de previsión para el final de la vida las cosas son distintas. Una estrategia tan importante no puede ser impersonal ni tampoco mecánica. Se precisa de sensatez y de establecer una serie de reflexiones, decisiones y diligencias que están lejos del alcance de las apps y de los clics. Debe además de ser sustentada legalmente para fortalecer su validez y alcance, por lo que también conlleva alguna tramitología. Cualquier persona que esté esperando a que la tecnología o terceras personas le solucionen su responsabilidad en este sentido, no sólo es ingenuo, sino que puede permanecer sentado con la seguridad que esto nunca llegará, o al menos no lo hará durante lo que le reste de vida.
Si lo anterior es cierto, ¿qué es lo que nos previene de velar por nuestra dignidad y el bienestar de la familia? Parece que, por ejemplo, otorgar un testamento no representa un bien tangible para muchos y la dignidad personal no es algo que llame mucho la atención quizá porque es difícil de descargar en el celular. El bienestar de la familia se encuentra empantanado en actitudes de obcecación y desidia y el futuro no es parte del contexto que ocupe la reflexión cotidiana. En resumen, planificar cómo vivir mientras la muerte nos alcanza, así como velar por el bienestar de la familia cuando esta lo haga, no es de relevancia para la gran mayoría y es difícil entender la razón subyacente de semejante omisión. Tal parece que la perspectiva terrorífica que la muerte representa para la mayoría es suficiente para blindar el carácter y disminuir con ello las posibilidades de hacerse de un plan que proteja a dignidad y procure el bienestar de los involucrados.
La persona común no tiene espacio para esto y es difícil cambiar esta valoración individual que se aglomera como una calamidad social. No esperemos pues a que el cambio venga de los demás o nos llegue de afuera. Como todo lo que implica crecimiento, el esfuerzo deberá de surgir del individuo sensato y de esta disposición a la responsabilidad emergerá el bienestar.